por Darsi Ferrer
Observatorio de Análisis Político afiliado a la plataforma Consenso Cívico
10 de marzo de 2011
La Habana, Cuba. Hasta hace muy poco, el esquema previsible que emergía con la palabra “revolución” generaba escepticismo y desconfianza en Occidente. Luego de dos siglos de convulsas explosiones sociales, luchas armadas fraguadas por minorías de grupos elitistas o, como las últimas experiencias latinoamericanas, resultado de gobernantes populistas instaurados en el poder por la vía democrática, el concepto de revolución a mediano y largo plazo ha sido relacionado con un cúmulo de efectos frustrantes en la casi totalidad de las experiencias universales.
Extremistas de lo que se denominaría convencionalmente “izquierda” o “derecha”, bajo denominadores raciales, de allanamiento social y, últimamente, de extremismo religioso, han lanzado a los pueblos esperanzados en cambios determinantes dentro del ruedo de utopías caladas por la ingeniería social y los diseños hegemónicos de un estrecho perfil clasista y explotador.
Desde la convulsa Revolución Francesa de 1789, pasando por la empobrecedora y férrea experiencia del totalitarismo moderno nacido en octubre de 1917 en la Rusia de Lenin, y concluyendo por un voraz Socialismo del Siglo XXI y sus engendros, el justiciero concepto ha sido deformado por la manipulación y la perversión de supuestos o verdaderos propósitos originales de la “vanguardia” promotora, que ha terminado por consolidarse como un esquema de serio escepticismo ante cualquier acción convulsiva en favor de cambios en las inestables sociedades del mundo subdesarrollado.
Sin embargo, esta presunción acaba de sufrir un vuelco radical. Los últimos y vibrantes sucesos del Medio Oriente y Norte de África han traído a la palestra mundial una renovación del execrado concepto.
Luego de las sucesivas experiencias fallidas, la palabra revolución vuelve definitivamente a un inconfundible cause realmente popular, cohesionado por las herramientas modernas de las comunicaciones, las redes sociales y los conceptos libertarios y democráticos que son el legado norteamericano y de la cultura occidental.
Pero más que todo, porque al identificar como suyos la democracia, la libertad, los derechos humanos y el progreso en el sentido abierto y dinámico de Occidente, las denostadas Globalización y economía de mercado se han legitimado como los verdaderos instrumentos de triunfo hacia la modernidad y el desarrollo.
Con los reclamos de libertades, derechos y oportunidades de integración al progreso económico, queda demostrado que los pueblos árabes son protagonistas en el rescate del concepto verdaderamente popular de revolución. Lo asombroso y esperanzador es que la preferencia por los valores y principios globales de Occidente son su motor impulsor.
En esta ocasión la opción de futuro no fue secuestrada por el tradicional método de una élite militante extremista cargada con propósitos utópicos, por el contrario, es resultado de la libre elección de las poblaciones de países con bajo nivel de desarrollo y oprimidas por la bota de regímenes de permanencia autoritaria y con el estigma de estar condenadas a convertirse en pasto del extremismo islámico.
Quizás estos sucesos históricos que se desarrollan en las naciones árabes sean demasiado recientes como para que las sociedades occidentales puedan comprender en toda su dimensión qué es lo que está sucediendo. No obstante, urge tener en cuenta que los cambios que están protagonizando dichos pueblos a través de una vasta región geográfica, pese a que son a su imagen y semejanza, necesitan de un comprometido apoyo para que logren sostenerse y progresar.
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