jueves, 24 de febrero de 2011

La masacre contra el pueblo libio merece una respuesta contundente

Observatorio de Análisis Político, afiliado a la plataforma Consenso Cívico

 

por Darsi Ferrer

 

24 de febrero de 2011

 

La Habana, Cuba. Las acciones genocidas emprendidas por el dictador Muammar al-Gaddafi contra el pueblo libio no pueden ser aceptadas bajo ningún concepto por Estados Unidos ni las naciones de Occidente en general. Los gobiernos democráticos están llamados a cumplir su rol de salvaguarda inclaudicable de los reclamos democráticos de los pueblos, sin permitirse la más mínima parálisis ni dubitación. 

 

Cualquier tibieza ante un hecho tan execrable es aprovechada por asesinos como Gaddafi y su pandilla para intentar detener, o por lo menos hacer pagar un costo horrible, a una sociedad indefensa que no posee armas para responder a la masacre de la que es víctima, atacada indiscriminadamente por fuerzas de la aviación, de artillería y tropas de mercenarios contratados para sembrar el terror.

 

Los Estados Unidos y Occidente deben dejar cualquier posible pasividad atrás y no temer los venenosos ataques de la izquierda internacional, calificándolos de “intervencionistas”, “imperialistas” y otras zarandajas del gusto de consumo de tantos idiotas. Por el contrario, están llamados a utilizar todo el poderío de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y detener a un tirano sangriento y enloquecido por perder el poder, dispuesto a exterminar a su propio pueblo en nombre del canallesco argumento de salvar la nación de un mítico caos que él ya está haciendo prevalecer con el mayor cinismo.

 

La OTAN perfectamente puede invadir el territorio libio y, con el menor costo posible para la población, darle un ultimátum previo de destrucción inmediata a los aviones y a la artillería de Gaddafi si intentan seguir masacrando a los manifestantes. No actuar de una manera decidida puede provocar que aumenten los daños humanos y materiales hasta un punto que se vuelva inmanejable la desesperada situación del país, transformándose el conflicto en una guerra civil de imprevisibles consecuencias para la inestable región.

 

El pueblo libio está reclamando pacíficamente el fin de una larguísima dictadura, y exigen la democracia y las libertades propugnadas una y otra vez por Estados Unidos y Occidente como valores insustituibles para la dignidad humana y el Estado de Derecho. Permitir que lo destroce a capricho un déspota ridículo y criminal como Muammar al-Gaddafi es una ignominia.

 

Viendo la lentitud de reacción de la comunidad internacional ante los gravísimos hechos del genocidio en Libia, a los cubanos se les vuelve más urgente repetir una pregunta clave: ¿qué puede esperar de ayuda el pueblo cubano frente a una situación semejante? Gaddafi y los hermanos Castro son tiranos totalitarios envejecidos en las mieles del poder.

 

No hay ninguna duda de la total falta de escrúpulos de los Castro para decidirse por una respuesta igual de cruel y salvaje a la que recibe ahora el pueblo libio de su sátrapa, si se envalentonan ante una débil respuesta de la comunidad internacional. Basta revisar los antecedentes de crueldad criminal que los caracteriza.

 

A estas horas salta una pregunta esencial, ¿estarían los cubanos condenados a ser ultimados impunemente en caso de que salgan a las calles a reclamar masivamente el fin de tan longeva dictadura en la isla? ¿Se quedarán mirándose las uñas los gobiernos democráticos, como cuando estaba en su apogeo una limpieza étnica en la antigua Yugoslavia, o durante las matanzas en Ruanda, Burundi y la Plaza de Tiananmen?

 

Lo que se juega en Libia no es sólo el exterminio de la población a mansalva por acción de un tirano testarudo. Es el futuro que avanza  en esta ola pacífica y democrática que recorre el mundo árabe y el resto del planeta. Otros tiranos pueden tomar valor de cualquier tibieza de las naciones líderes e intentar masacrar a sus pueblos para sostenerse en el poder. Este es un momento decisivo para la Humanidad, el que no debe ser traicionado por tejemanejes de política orillera.


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