Darsi Ferrer
Nunca antes la Humanidad
había alcanzado los niveles de comunicación interpersonal que goza en el
presente. Y para mayor provecho hacia una creciente modernidad, las aceleradas
innovaciones tecnológicas permiten avizorar un fantástico escenario de nuevas
posibilidades de interconexión. De hecho, el concepto del mundo como una “Aldea
Global” adquiere mayor materialidad cada día, influyendo de modo determinante
en las sociedades civiles, hasta en aquellas naciones donde rige un severo
control de su libre actividad.
Participar en esta aventura
innovadora promueve novedosas perspectivas para millones de seres humanos. Y
las posibilidades no se limitan al protagonismo e influencia en el mercado
mundial, ya como vendedor o como simple consumidor. Las ideas e intercambios de
información ahora viajan de una parte a otra del orbe con velocidad y presencia
inmediata a los acontecimientos políticos, sociales y económicos que las
generan, y estas a su vez impulsan otros cambios aún mayores. Las convulsiones
sociales de esta dinámica impulsan una amplia incidencia en aquellas sociedades
donde rigen tradicionales o anquilosados patrones culturales. Pero la misma ola
de modernidad también estremécelas sociedades desarrolladas, donde se generó el
fenómeno de la Globalización.
La presente crisis económica
emergida en los Estados Unidos y por lo pronto expandida hasta buena parte de
Occidente, revela distorsiones surgidas de la perniciosa tendencia al estatismo
que socava la base económica. Y pese a todos los pronósticos agoreros sobre las
“insalvables contradicciones” del sistema productivo más exitoso de la
Historia, lo que se reciente es su efecto, no su causa. En esencia, ningún
modelo de desarrollo basado en la economía de mercado demuestra ser ineficiente
en elevar la productividad y el disfrute de riquezas y bienestar para tantos,
además de garantizar el Estado de Derecho a sus ciudadanos. Sin embargo, son
las deformaciones del modelo político, sobre todo debidos al espacio y función
ocupados por el Estado en plena práctica del Keynesianismo, lo que da claras
señales de agotamiento evolutivo.
La presencia del Estado en
funciones para las que no fue concebido, por ejemplo como protagonista económico, creador de empleo y
subvención social, más allá de las reales posibilidades económicas en un
momento dado, provocan una deformación consecuente en la estructura del empleo,
la maquinaria política de los partidos democráticos y los propósitos y metas de
las elecciones, y como secuela derivan en la generación del clientelismo en la
masa de votantes y la creciente intervención de los gobiernos de turno en las
finanzas privadas y el mal manejo de los recursos acumulados por las
instituciones públicas.
Es evidente que la presente
crisis tiene su origen, e incluso se ha agravado, por la persistencia en esa
fórmula como solución ante alarmantes indicios de catástrofe económica. También
quedan claro los prejuicios derivados de la persistente injerencia del Estado
al incentivar, u obligar legalmente en determinados casos, al sistema
financiero privado a la práctica bancaria de expandir el crédito de manera
indirecta (favoreciendo las hipotecas riesgosas, por ejemplo), o directa, más
allá de las reservas bancarias, como principal método de estimulación
económica. Pese a tal práctica ser perfectamente identificada como el origen
nocivo de las crisis periódicas del sistema de economía de libre mercado, se ha
insistido en ella como el trillado método de motivación económica para aumentar
la recaudación impositiva y así sufragar mayores subvenciones y gasto público.
Para mayor gravedad, y como
urgente intento de solución de las crisis, con el dinero público el modelo de
intervención estatal ha favorecido gigantescos rescates financieros de los
bancos y enormes empresas en quiebra. Los resultados de esta desacertada
política, implementada de manera muy parecida en todo el modelo económico
occidental, han demostrado una y otra vez su fracaso como solución que no
supera lo eventual.
Muchos analistas políticos y
expertos económicos reconocen estos desfavorables resultados. Y hasta opiniones
muy calificadas señalan la necesidad de un retroceso de la presencia estatal
como protagonista económico. Más, ¿bastaría con ese paso? ¿No sería un
repliegue provisional, para tiempos mejores, conservándose en esencia el mismo
concepto del Estado interventor en la economía y finanzas y todo el tándem de
maquinaria política-elecciones- clientelismo popular?
Si hay algo que indican
estos tiempos globalizadores es que los cambios que ocurren en las sociedades
son profundos y generales para todo y todos. ¿Por qué no concebir una nueva
configuración del Estado y su contraparte, la sociedad civil, cada una ocupando
el espacio que de verdad les pertenece y donde funcionan mejor? No se trataría
de otro intento de ingeniería social, sino dejar que fueran retomadas las
funciones para las que ambos, durante siglos de formación, errores y
aprendizaje, demostraron ser efectivos instrumentos de orden y progreso.
Por ejemplo, el Estado
podría retomar por completo su papel de rector, prudente regulador y
supervisor, cediendo gradualmente a la sociedad civil y al dinámico mecanismo
de oferta-demanda y beneficio-castigo de la economía de mercado las funciones
que cumple como benefactor público y creador de empleo. Este ejercicio
económico podría ser sufragado, por ejemplo, mediante los recursos que recaude
mediante un sistema de impuestos que también fuera novedoso. Tiene más sentido
dejar de castigar la riqueza con impuestos crecientes, como tiende a suceder en
la actualidad, y en cambio premiar con rebajas la inversión. Es decir, medir el
impuesto de acuerdo al gasto y no al ingreso. Aparte de generar capital, haría
desparecer gradualmente la dependiente concepción clientelista de la población
hacia el Estado Benefactor. En consecuencia, las asignaciones de esos recursos
no serían festinadas y a capricho de inversión de un reducido grupo de
funcionarios del Estado, como es práctica habitual, sino mediante un riguroso
proceso de licitación pública a los diversos mejores proyectos de beneficio
general, supervisados periódica y rigurosamente por el Estado en sus niveles de
calidad.
Espacios lastrados y con
límites onerosos a la vista del presente modelo económico estatista, tales como
el empleo, en buena parte causante de excesiva burocracia, y sobre todo de la
creciente presión de las pensiones, pasarían a ser asunto de la economía de
mercado. Es innecesario que la mayor o una parte significativa de las empresas
de servicios públicos sean un monopolio estatal. La práctica histórica de esta
política demuestra las ineficiencias que esto genera en corrupción y mala
atención a la población. Y las pensiones que son administradas por el Estado,
en rigor pertenecen al capital acumulado con su trabajo por cada pensionado.
Salvo las excepciones que la razón indique, por causa de incapacidad física,
mental o ambas del beneficiario, u otra que merite, el Estado debería entregar
en manos del pensionado el total acumulado y que éste lo invierta como accionista
en las múltiples compañías de Seguro Social que de inmediato surgirán en el
mercado libre, atraídas por el capital que podrían aportar estos nuevos
inversores. El éxito de esta fórmula en un país pionero como Chile demuestra
una eficiencia en el uso de esos capitales que supera toda expectativa.
Más, si se acepta que la
Globalización es integral en los cambios que trae, se debe ser realista: el
aparato legislativo y el funcionariado de la burocracia estatal también debería
ser transformado. Se revela una tendencia alarmante sobre la invariable
presencia por años de los mismos legisladores y funcionarios encargándose de
los asuntos públicos. La experiencia confirma que no resulta beneficioso que los legisladores o
los altos funcionarios y especialistas transformen un cargo estatal en una
carrera de por vida. El poder es algo demasiado peligroso y tiende a corromper.
Tal situación crea estructuras de relaciones o maquinarias políticas que a
largo plazo trabajan más para el beneficio de su grupo y persona que para el
bienestar público. El cargo legislativo debe estar sujeto al mismo límite de
dos períodos de funciones seguidas que cualquier cargo ejecutivo. No debe ser
una carrera profesional. Es un puesto de sacrificio y entrega provisional a los
intereses de la nación. En definitiva, lo que importa es la libertad y
eficiencia del cuerpo legislativo, no figuras carismáticas que por muy
atractivas que parezcan, envejecen y se pensionan sentados en su curul.
Y sería conveniente en el
orden y la efectividad para la necesaria administración burocrática de los
asuntos públicos que, una vez reducido a su esencia funcional el aparato
burocrático del Estado, no esté exento de una minuciosa política periódica de
supervisión y calificación, basada en la calidad y eficiencia de cada
funcionario mediante exámenes por oposición. Es esencial que el funcionario
público, cualquiera que sea su responsabilidad, se sienta en la obligación de
ser cada vez mejor en su trabajo. Su experticia es muy valiosa, mas no cuando
utiliza el poder que se le otorga en prácticas ineficientes o franca e
ilegalmente lucrativas.
Medidas como estas, u otras
mejores que limiten la desmesura de funciones de instituciones estatales serían
de provecho para el área de la política. El ejercicio democrático en las urnas
no estaría dirigido al propósito de obtener votos a cambio de la promesa de
beneficios sociales sufragados con el mismo dinero de los votantes. Las
maquinarias de los diversos partidos políticos deben estar influenciadas por
programas que no tengan como objetivo crear más carga económica para la
sociedad. Los beneficios que se recaudan mediante impuestos no pueden estar a
disposición de las plataformas políticas del partido de turno en el poder, ni
de funcionarios o legisladores inamovibles de sus cargos. La supervisión del
Estado y sus regulaciones como árbitro no deben ser confundidas con disponer
como empresario de esa riqueza recaudada. Es la sociedad civil la encargada de
tal cometido. Por tanto, el ejercicio consecuente de sus verdaderas funciones
pondría gradual fin al vicio del clientelismo popular y al poco eficiente
empleo estatal.
Sería razonable tomar en
cuenta la imprescindible transformación que debe emprender toda sociedad ante
los tiempos que corren. No son premonitorios del fin del sistema de desarrollo
que mayores beneficios le ha otorgado a la Humanidad, también sacudida por
medio de irrupciones de experimentos irracionales, ajenos al progreso y el
cambio saludable. El protagonismo y el peso de la opinión del simple ciudadano
ya trascienden los asuntos de su propio país, incursionando y creando estados
de opinión sobre temas globales. La ganancia que ello representa para la raza
humana aún está en embrión, pero ante la ola de libertad que ahora recorre el
mundo, sus perspectivas son muy estimulantes.
darsiferrer@yahoo.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario