Darsi Ferrer
En la Cumbre de Lisboa del
2000, los miembros de la Unión Europea se comprometieron a lograr la zona
económica más competitiva del mundo antes del 2010. Esos anuncios parecen
haberse transformado en polvo ante la profunda crisis que sacude buena parte de
las economías de Occidente.
Acaso, ¿comenzó el fin del
capitalismo, sacudido en estertores de una contradicción insalvable, como en
tantas ocasiones anunciaran los agoreros y enemigos de la economía de libre
mercado? O, ¿se trata del advenimiento de un orden económico más justo, con la
riqueza distribuida de manera equitativa, según piden a gritos Indignados del
mundo desarrollado? Al final, ¿tenía razón el apocalíptico Carlos Marx?
Nada más lejos de esos
sueños feroces de la izquierda internacional. De hecho, lo que está en crisis
no es la economía de mercado sino la distorsión de la misma, sustituida por el
Estado Benefactor. En los sonados quiebres económicos desatados recientemente en
Grecia, Portugal, Irlanda, España, Italia y hasta en EEUU, se repite el mismo
factor desencadenante; el agotamiento de la insostenible práctica del
intervencionismo estatal. Se trata pues de la inviabilidad del Estado al asumir
funciones para las que no fue diseñado, como las de creador desmandado de
empleo estatal y burocracia, garante de “conquistas sociales”, proveedor de
subvenciones, aventurado empresario con dinero público, y caprichoso
interventor de la propiedad privada a nombre del bien social.
El modelo político europeo
nació en su patrón actual del parlamentarismo socialdemócrata alemán
establecido en el Imperio del Káiser Guillermo I y el canciller Bismark, donde
el Estado empezó a concebirse como el principal protagonista en la búsqueda de soluciones
a las miserias provocadas por los desajustes sociales de la época. Hasta
entonces, la sociedad civil, acompañada de la caridad de las organizaciones
religiosas, se organizaba por sí misma, recabando recursos del mecenazgo
privado y la buena voluntad de los que se apiadaban de aquellos que sufrían
pobreza y falta de cuidados. La enorme capacidad del aparato estatal para
recaudar fondos a través del mecanismo de los impuestos superó pronto las
posibilidades económicas con las que contaba la sociedad civil y paulatinamente
fue ocupando un mayor espacio en estos menesteres.
Pero no fue hasta la
solución keynesiana del New Deal, propuesto por la administración Roosevelt en
Estados Unidos, que el Estado asumió en grandes proporciones la función de
empleador en un país occidental. Se emprendieron grandes obras sociales como
carreteras, puentes y presas que dieron trabajo a cientos de miles de parados
por la larga crisis que provocara el crack del año 1929. Esto hizo aumentar en
pocos años la plantilla de trabajadores directos del gobierno norteamericano de
un 4% del total de la fuerza laboral hasta alcanzar el 10-11%. El
intervencionismo gubernamental a gran escala en la economía de mercado, según
criterio de muchos analistas de la denominada Escuela Austríaca, trajo como
consecuencia que la crisis, que pudo haberse solucionado con los mecanismos
naturales surgidos de la propia sociedad mediante el uso flexible y dinámico de
compensaciones y ajustes, se prolongara por más de doce años, hasta el
estallido de la 2da Guerra Mundial.
Tras la victoria de los
Aliados, el área oriental de Europa quedó bajo la bota soviética y de inmediato
en esos países se estableció el modelo totalitario del Estado absoluto, tan
único generador de empleo y subsidios como dueño de cualquier manifestación de
simple individualismo. El espectacular derrumbe de ese engendro inhumano llegó
con la Perestroika promovida por Gorbachov y la garantía de que el Ejército
Rojo no intervendría más en los asuntos internos de las naciones que integraban
su Bloque de ideología marxista-leninista.
Veinte años después, al
desvanecerse la terrible sombra del modelo totalitario que conformara el
llamado Campo Socialista, fueron quedando al descubierto las limitaciones y
fallas del componente estatista que se abrió paso en el esquema democrático de
las naciones respetuosas del Estado de Derecho y el libre mercado, alineadas en
el mundo Occidental de Europa, Norteamérica, Japón... En sus inicios esa
práctica fue promovida indirectamente por la influencia bienhechora del Plan
Marshall, mecanismo liderado por los EEUU para sacar a Europa Occidental de la
miseria y devastación que provocó la guerra.
El acomodo de este
procedimiento en las sociedades democráticas colaboró en gran medida a que los
partidos políticos evolucionaran hacia una especie de populismo pausado, donde
en sus plataformas programáticas calaron las crecientes propuestas de avances
sociales, sustentadas en los caudales públicos salidos de los impuestos. Una
vez en el poder, los partidos han llevado a efecto dichos planes, lo que genera
el aumento del empleo estatal para administrar y controlar los nuevos servicios
de bienestar. Todo ello a costa de dos fenómenos que se fueron consolidando
indirectamente con sus propios intereses: la burocracia y el clientelismo
popular. Los pueblos europeos y del resto de Occidente se han acostumbrado a
recibir beneficios cada vez mayores de los gobiernos de turno.
La alarmante crisis de
insolvencia de Grecia es un buen ejemplo. Demuestra como los sucesivos gobiernos
griegos y los partidos en el poder han promovido el empleo estatal y la
burocracia, las subvenciones económicas, el clientelismo como promotor de
votos, el aventurerismo en proyectos de supuesta utilidad social que han sido
seleccionados desde las élites que conforman la partidocracia y el
funcionariado corrupto. La irresponsabilidad que esto generó se fue acumulando
por años de mentiras sobre el verdadero estado de las finanzas públicas y, al
final, no se ha podido mentir más. El país ha vivido en una ilusión de falsa
prosperidad, por encima de lo que
verdaderamente produce. Y es el pueblo acostumbrado a la tutela estatal el que
mayormente sufre las consecuencias y no quiere aceptar disminuir su nivel de
vida a bases más reales. El hecho de que su moneda fuese el euro contribuyó a
promover y asentar la crisis en otros países que parecían estables, pero que en
su estructura interna tienen, en mayor o menor medida, los mismos defectos
estructurados por las malas costumbres de la injerencia estatal.
El desatino económico en
estos países industrializados parece imparable, por lo menos a corto plazo.
Buena parte del pecado original, más que la crisis inmobiliaria y financiera,
se debe a la resistencia a los cambios que impone la nueva época que vive la Humanidad.
La Globalización y sus fuerzas renovadoras convierten en obsoletos muchos de
los esquemas que fueron efectivos durante la época industrial, y que ya no se
ajustan a las dinámicas de las redes sociales, el Internet, la TV por cable,
los teléfonos celulares, los satélites y la fibra óptica. Así lo demuestra la
falta de curación de los males económicos, a pesar de los reiterados paquetes
de medidas que incluyen la inyección de grandes sumas de dinero, el incremento
de la subvención social por los Estados, y el rescate financiero de grandes
Bancos y de los mastodontes quebrados de las industrias tradicionales.
Es un buen momento para
aceptar las reglas de juego del nuevo contexto mundial, y cambiar de rumbo
desmontando el estatismo y su andamiaje burocrático en los asuntos económicos.
Y buscar soluciones desde la perspectiva de garantizar más democracia con
énfasis en los derechos individuales libertarios, entre los que ocupa un lugar
preponderante el respeto a la propiedad privada, y facilitar mayor participación
y protagonismo de la sociedad civil.
darsiferrer@yahoo.com
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